viernes, 27 de marzo de 2009

EVANGELIO 5º DOMINGO DE CUARESMA

Lectura del santo evangelio según san Juan (12,20-33):
En aquel tiempo, entre los que habían venido a celebrar la fiesta había algunos griegos; éstos, acercándose a Felipe, el de Betsaida de Galilea, le rogaban: "Señor, quisiéramos ver a Jesús." Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús. Jesús les contestó: "Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo premiará. Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora. Pero si por esto he venido, para esta hora. Padre, glorifica tu nombre." Entonces vino una voz del cielo: "Lo he glorificado y volveré a glorificarlo." La gente que estaba allí y lo oyó decía que había sido un trueno; otros decían que le había hablado un ángel. Jesús tomó la palabra y dijo: "Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros. Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el Príncipe de este mundo va a ser echado fuera. Y cuando yo sea elevado sobre la tierra atraeré a todos hacia mí." Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba a morir.

REFLEXIÓN:
La Pascua es muerte y resurrección. Jesús lo dijo para sí mismo y para sus discípulos. Hoy nos lo dice a nosotros. Es que no hay posibilidad de vida nueva sin pasar por la muerte. La Pascua es resurrección pero también es muerte. No hay resurrección sin muerte.
El amor de los esposos se tiene que transformar –tiene que morir de alguna manera– para hacerse capaz de acoger la nueva vida de los hijos. Todo esfuerzo por perpetuarse, por no morir ni transformarse nunca, está abocado a la muerte para siempre. El ejemplo sirve para muchas otras realidades de nuestra vida.
Los grupos de nuestras parroquias tienen que morir –a costumbres y formas de actuar– para ser capaces de acoger a las nuevas personas que van llegando. La Iglesia, parroquial, diocesana, universal, tiene que aprender a morir: su razón de ser no es perpetuarse a sí misma sino servir al Evangelio.
Todos estamos llamados a pasar por la misma experiencia por la que pasó Jesús. Todos moriremos. Pero en nuestras manos está hacer de nuestra muerte un momento de fecundidad, de recreación de la vida, o un momento de muerte para siempre. No es fácil el camino. Ni siquiera a Jesús le resultó un camino de rosas. Le veremos llorar de angustia y dolor en el huerto de Getsemaní. Pero los que nos hemos comprometido a seguir al Dios de la Vida no podemos sino ser sembradores de vida. Cueste lo que cueste.
No hay otro modo de alumbrar esa nueva alianza de que habla la primera lectura. Una alianza en la que todos conoceremos a Dios, cuando perdone nuestros crímenes y no recuerde nuestros pecados, en la que sentiremos nuestro pecho lleno de su ley de amor y fraternidad, en la que el Reino sea una realidad para todos, especialmente para los más pobres y abandonados.

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