El pasado Domingo, 1 de Mayo, coincidiendo con la fiesta que él mismo impulsó de "La Divina Misericordia", fue beatificado en loor de multitud el Papa Juan Pablo II.
Todavía, a los que crecimos con él, nos sigue susurrando "no tengáis miedo, abrid las puertas de vuestro corazón a Cristo".
Y como no hay Santo sin octava, como dice un buen refrán castellano, todavía ayer lunes miles de peregrinos se disponían a orar ante el feretro de su santidad y a celebrar una misa de octava a lo grande, presidida por Tarsicio Bertone y Estanislao Dziwisz.
Bertone destacó las grandes virtudes del Papa Magno. Sobre todo las espirituales. Le definió, ante todo, como un hombre que vivió "una vida iluminada por el Evangelio" y, a la luz del Evangelio, "leía la historia de la Humanidad".
De la fe y de la oración sacaba fuerzas el Papa beato "para su defensa del ser humano" y "de la paz del mundo y de la pacífica convivencia de las naciones". El Papa de los derechos humanos y, sobre todo, el Papa de la paz. Un Papa "enamorado de su misión". Un Papa "testigo creíble y transparente".
Y un Papa así tuvo que tener, a la fuerza, un pontificado extraordinario. Un pontificado en el que, según Bertone, enseñó a los católicos "a seguir a Cristo sin complejos ni miedos", "con valor y con coherencia", intentando llevar "las bienaventuranzas a la vida diaria".
Un Papa líder humano y espiritual. En su primera faceta, Bertone reconoció que "supo dar a la Iglesia proyección mundial y autoridad moral". Como hombre de Dios, la dotó "de una visión espiritual" y la lanzó a la "nueva evangelización", al diálogo interreligioso y a conectar con la juventud".
En definitiva, ante un Papa así, ante un hombre tan verdadero y tan coherente, la Iglesia exulta de alegría y canta al Señor "por el don de este gran Papa, guía de la Iglesia entre dos milenios" y "hombre de fe, que vivió para Dios".
Y en San Pedro, las campanas tocan a gloria en el día del Papa beato planetario y, por lo tanto, ya de hecho santo. Y vuelven a sonar las salvas atronadoras de los aplausos y vivas al Papa que, seis años después de muerto, consiguió el milagro de volver a provocar un "subidón" de autoestima en los católicos de todo el mundo.
Todavía, a los que crecimos con él, nos sigue susurrando "no tengáis miedo, abrid las puertas de vuestro corazón a Cristo".
Y como no hay Santo sin octava, como dice un buen refrán castellano, todavía ayer lunes miles de peregrinos se disponían a orar ante el feretro de su santidad y a celebrar una misa de octava a lo grande, presidida por Tarsicio Bertone y Estanislao Dziwisz.
Bertone destacó las grandes virtudes del Papa Magno. Sobre todo las espirituales. Le definió, ante todo, como un hombre que vivió "una vida iluminada por el Evangelio" y, a la luz del Evangelio, "leía la historia de la Humanidad".
De la fe y de la oración sacaba fuerzas el Papa beato "para su defensa del ser humano" y "de la paz del mundo y de la pacífica convivencia de las naciones". El Papa de los derechos humanos y, sobre todo, el Papa de la paz. Un Papa "enamorado de su misión". Un Papa "testigo creíble y transparente".
Y un Papa así tuvo que tener, a la fuerza, un pontificado extraordinario. Un pontificado en el que, según Bertone, enseñó a los católicos "a seguir a Cristo sin complejos ni miedos", "con valor y con coherencia", intentando llevar "las bienaventuranzas a la vida diaria".
Un Papa líder humano y espiritual. En su primera faceta, Bertone reconoció que "supo dar a la Iglesia proyección mundial y autoridad moral". Como hombre de Dios, la dotó "de una visión espiritual" y la lanzó a la "nueva evangelización", al diálogo interreligioso y a conectar con la juventud".
En definitiva, ante un Papa así, ante un hombre tan verdadero y tan coherente, la Iglesia exulta de alegría y canta al Señor "por el don de este gran Papa, guía de la Iglesia entre dos milenios" y "hombre de fe, que vivió para Dios".
Y en San Pedro, las campanas tocan a gloria en el día del Papa beato planetario y, por lo tanto, ya de hecho santo. Y vuelven a sonar las salvas atronadoras de los aplausos y vivas al Papa que, seis años después de muerto, consiguió el milagro de volver a provocar un "subidón" de autoestima en los católicos de todo el mundo.
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