martes, 20 de septiembre de 2011

LO QUE VALLADOLID ESCONDE


Gracias de nuevo al Padre Mario por su aportación y este interesante artículo, ahora que llega la festividad de Nª Sª de la Merced, el próximo 24 de Septiembre


LO QUE VALLADOLID ESCONDE.
Una Obra Maestra en Cera: la Virgen de la Merced
de Fray Eugenio Gutiérrez de Torices (┼1709)

Por Fray Mario ALONSO AGUADO.

Es necesario mucho sosiego y una extremada imaginación para discurrir por la ciudad de Valladolid y distinguir en ella las huellas de la capital que fue y que hoy lamentablemente ya no es.


Recorriendo su maltrecho y malbaratado centro histórico, que ahora pretende desagraviarse, en ocasiones se topa uno con insospechados y obstinados vestigios de una ambición urbanística propia de un pasado esplendoroso. Tristemente muy pocos son los testimonios que alcanzan el grado de monumentalidad. Algunos de ellos permanecen escondidos tras infranqueables muros, nos referimos a las clausuras monásticas femeninas, en las que sorprendentes obras de arte permanecen veladas desde siglos y cuidadosamente custodiadas bajo las silentes manos de las monjas. Uno de los monasterios más interesantes de la capital castellana es, sin duda, el de las Descalzas Reales.
Originariamente fundación palentina, del año 1550, y trasladado muy prontamente a Valladolid. Emplazado frente a la Real Audiencia y Chancillería y habitado por una comunidad de Descalzas Franciscanas de la Orden de Santa Clara. Llamando pertinazmente a su torno apareció rápidamente Madre Lourdes, la Superiora, que presta y amablemente me abrió las puertas de la clausura de par en par para poder admirar y gozar in situ de cuantas obras de arte el monasterio encierra. Magnífico legado artístico en el que sobresalen un conjunto de pinturas, bastantes desconocidas, donadas por la reina Margarita de Austria y realizadas entre 1610 y 1615 por un grupo de pintores de la Toscana. En nuestro recorrido por los claustros y dependencias contemplamos absortos tallas del gran Gregorio Fernández, un lienzo de El Greco y un gran número de piezas de indudable mérito artístico.

Al llegar al antecoro nuestra mirada reparó en un pequeño cuadro provisto de un cristal delantero a modo de escaparate, y lo denomino así teniendo en cuenta que en sentido estricto el término escaparate es equivalente a urna o vitrina, usada para exhibir y custodiar “cosas delicadas, menudencias costosas”, imágenes religiosas en el caso que nos ocupa. Recordemos que en épocas pasadas también se utilizó el vocablo italiano “teatrino” para designar más específicamente a este tipo de composiciones.

El escaparate en cuestión es una verdadera obra maestra realizada por el mercedario Fray Eugenio Gutiérrez de Torices en 1698, tal y como reza una pequeña inscripción al dorso del mismo. Catalogado erróneamente como “Fundación de la Orden de la Merced” en realidad se trata de la representación de la descensión o triple aparición de la Virgen de la Merced, a San Pedro Nolasco, al rey Jaime I y a San Raimundo de Peñafort, a los que la tradición señalaba como “los tres fundadores de la Orden de la Merced”. Torices coloca la trilocuidad de la Virgen, hecho que aconteció en la Edad Media, en un marco contemporáneo y se sirve del artificio de colocar dos ventanas al fondo para mostrar el suceso. En la de la derecha del espectador aparece la figura de San Raimundo de Peñafort y en la de la izquierda el rey Jaime I. En un primer plano San Pedro Nolasco Nolasco, verdadero Fundador de la Orden, aparece vestido de seglar, con su mano derecha al pecho y postrado de hinojos en medio de su celda, escuchando las palabras de la Virgen. En lo alto, la figura resplandeciente de María cobra protagonismo máximo e indiscutible, ataviada con el blanco hábito de la Orden de la Merced ceñido con la correa de San Agustín, muestra y ofrece su santo escapulario. Aparece rodeada de una corte de ángeles, portando algunos de ellos símbolos mercedarios: cadenas de los cautivos, palma del martirio, corona de flores…

Todo el conjunto, excepto el anacronismo del ambiente, del lugar y de la indumentaria, posee una sorprendente precisión y detallismo acentuado en el modelado de tan pequeñísimas figuras y en la maestría manifiesta en la realización de todos los complementos de la decoración: la magnífica mesa barroca con su reloj de torrecilla en lo alto, el sillón frailuno, la mesa ornada con libros, crucifijo, velón y tintero; los espejos colgados a ambos lados y el encantador cuadro de San Juanito puesto al centro y ya deteriorado al haber sufrido el escaparate diversos cambios bruscos de temperatura en las diferentes exposiciones a las que fue llevado. Sin duda, una pequeña obra maestra de calidad artística sobresaliente. Meritoria por varios motivos: por sus escasas dimensiones, por la ardua tarea de su acabado y composición, por el probado ingenio creador de su autor o por el material utilizado. En efecto, el escaso tamaño de las figuras representadas hace dificultoso el modelado y el coloreado del material empleado: la cera. Desde antiguo la cera aparece vinculada a la práctica escultórica (modelos, retratos, mascarillas, exvotos) A partir de la segunda mitad del siglo XVI comienzan a realizarse pequeñas obras en relieve, figurillas aisladas o escenificaciones más o menos complejas, en cuya ejecución se especializaron algunos escultores logrando un alto grado de virtuosismo.

Avanzado el siglo XVII, España introduce piezas de este tipo traídas desde Italia, fomentando aquí el gusto por hacer y por tener pequeñas obras en cera para urnas, cajones o escaparates. El historiador Jesús Urrea sostiene que don Juan de Revenga introdujo en la Corte española el aprecio hacia estas diminutas composiciones realizadas con extremado primor. No es aventurado suponer que haya sido él quien adiestrara al mercedario Gutiérrez de Torices en estas artes, superando con creces el discípulo al maestro, alcanzando el fraile gran prestigio entre sus contemporáneos con sus pequeñas figuras y conjuntos. ¿Pero qué es lo que realmente conocemos sobre Fray Eugenio Gutiérrez de Torices? No demasiado. Autores como Palomino, Ceán Bermúdez o Álvarez Baena nos suministran escasos datos. En la brevedad de este artículo recordamos que su nacimiento se sitúa en Madrid entorno a 1625. En el convento de la Merced de su ciudad natal profesó como mercedario en 1652. Ya en 1658 sus obras en cera eran admiradas en toda la Corte. Los pintores boloñeses Mitelli y Colonna las definen como “un myracolo della Natura”. Uno de sus contemporáneos afirma que sus ceras fueron “colocadas en los mejores gabinetes de los mayores príncipes de Europa” mencionando además algunas de las que él mismo logró ver, como “un escritorio que cada gaveta tiene un cajón en que se representa un país con diversas ideas, cosa en extremo peregrina”. Nuestro fraile artista murió hacia 1709, en su convento de Madrid donde ocupaba el cargo de Maestro de ceremonias. Su obra, perdida en gran parte dado lo delicado de su conservación, y dispersa, por otra, en monasterios de clausura o colecciones privadas es difícil de catalogar. Personalmente conocemos obras suyas o de su escuela, en Madrid, en El Escorial, en El Espinar (Segovia), en Valladolid, en Ávila, en casas de subastas, en anticuarios, en colecciones particulares…Hace no mucho descubrimos en la colección de Gonzalo Mora una sorprendente obra titulada “Tota Pulcra”, representando una Inmaculada de bella factura. Por otro lado, muchos de los tratadistas y estudiosos del Belén lo presentan como uno de los grandes maestros, describiendo sus figuras como de una gran finura y transparencia que las hace exquisitas. Sin duda, un gran escultor por descubrir, cuya obra, en gran parte escondida, hay que desvelar.

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